Un día de julio de 1999, desperté a las diez de la mañana, como de costumbre. Prendí un pucho y comprobé la hora en mi reloj. Me restregué los ojos y deduje que el sabor amargo de mi boca provenía de los muchos alcoholes de la noche anterior. Me levanté y abrí las cortinas de las ventanas de mi habitación del hotel América. Quedé consternado cuando descubrí que el sol no había salido. No era que la lluvia o las nubes ocultaran los rayos solares. No. El sol no había aparecido por el levante. Asustado salí a la calle. La multitud corría desconcertada y se refugiaba en las iglesias. Los soldados se apostaban en las esquinas y las tiendas no habían abierto. Hasta el sol se ha declarado en huelga, oí decir a un borracho que andaba de boleto. Llegué a la plaza de armas y observé atónito a miles de personas que elevaban sus plegarias en medio de un descomunal desorden. Todo parecía consumado. Para qué rezar, pensé, si ya tantos lo hacen. Me senté en una grada de la prefectura e intenté comprender como sería mi fin. El frío se iría incrementando con el paso de las horas. Hordas de pobladores saquearían los mercados y ejércitos de muchachos destruirían puertas y ventanas, en busca de leña para calentarse. Los niños se matarían por un pan. Las plantas dejarían de realizar su función clorofílica. Ni siquiera veríamos la luz reflejada de la Luna. El mundo sería una noche interminable.
Hacia el atardecer —es un decir, porque ya nada se ocultaba en el poniente—, el obispo Cipriani se dejó ver en el atrio de la catedral y, con lágrimas en los ojos, pidió resignación a la feligresía en pánico. Inmediatamente salieron en procesión el Cristo de la Agonía y la Dolorosa por la calle Asamblea. A la luz de muchos cirios encendidos, comprobé que los dioses solo servían para conjurar el miedo a la muerte. En medio de mi agnosticismo, me rebelé ante esta idea y me devané la tutuma intentando encontrar una solución para esta desgracia cósmica. Si el reloj de este sistema estelar había colapsado, debería existir una manera de contrarrestar el caos que se avecinaba.
Al nuevo amanecer —es otro decir, porque desaparecieron albas y crepúsculos—, los llantos y los gritos se acallaron. Sobre la ciudad se abatió un silencio profundo, solo roto por lamentos de clemencia.
Conversando con Obed Villavicencio —a la sazón cachimbo de la San Cristóbal—, se me prendió la lucecita. ¿Y si creáramos miles de soles artificiales? ¿Te imaginas? ¿Piensas acaso falsificar dinero? No, huevas. Hablo de campos de maíz alumbrados por los postes de la calle. Nada de consumo doméstico de electricidad bajo pena de arresto. Todos los ticos y los micros convertidos en grandes calefactores. Inmensas lámparas en las punas para producir granos y tubérculos, y para que no se mueran las alpacas con las temperaturas de menos 50 grados celsius. Yo creo que la hacemos, Obed.
Nada que ver, Rodrigo. Obed, muchacho avispado, me hizo ver inmediatamente las limitaciones de mi pensamiento. Hay un gran problema. ¿De dónde sacamos la corriente? ¿Tú crees que seguirá funcionando la hidroeléctrica del Mantaro? Ni hablar. Además de las tinieblas, habrá sequías y los océanos retrocederán. Una terrible glaciación. Un brutal enfriamiento. Igualito al recalentamiento global pero al revés. El ciclo del agua se interrumpirá. Los bosques de la Amazonía dejarán de ser los pulmones del planeta. No habrá evaporación, ni nubes, ni nada. Un invierno perpetuo. Puta, que nos jodimos, cholo. Los casquetes polares se extenderán hasta los trópicos. Las nieves del Rasuwilka llegarán hasta el mirador de Acuchimay.
Mi pensamiento hace un crac y me pongo a pensar en los relojes. Observo mi casio bamba. Pienso en tirarlo, pero Obed me explica que es nuestra única referencia temporal. Me guardé el reloj en el bolsillo.
Solo nos queda huir hacia adelante. Obed hizo el cálculo de cuánta gente podría salvarse si nos apropiábamos de toda la madera del planeta. Diez mil personas podrían sobrevivir durante cinco meses. Si encima nos apropiáramos de todas las reservas petrolíferas unos diez años. Veinte, si redujéramos la población a solo cinco mil personas, siempre y cuando se tratara de hombres disciplinados y talentosos. Obed tomó su flamante celular y se comunicó con un suizo de la cooperación internacional. Mi amigo cerró su fonoladrillo y esbozó una sonrisa. Rodrigo, hay una posibilidad entre millones para que nos seleccionen dentro del grupo de los elegidos. Yo, como futuro especialista en camélidos sudamericanos, y tú, como editor de revistas. Seremos parte de los cinco mil privilegiados de Survival International Group. En Suiza ya están designando a los cinco mil patas imprescindibles para que nuestra especie resista la extinción del sol.
Estaba en estas disquisiciones cuando tocaron a mi puerta. Era Alberto, que me buscaba para que escuchara su clase sobre Platón. Una sensación de alivio recorrió mi cerebro alborotado. Me has interrumpido una horrible pesadilla, gracias. Eso te pasa por levantarte tarde. Haragán, ocioso, vaca podrida. Miré de nuevo mi reloj. Seguían siendo las once. ¿De la mañana o de la noche? Lo agité. El secundero estaba paralizado desde hacía horas. Luego, comenzó a rotar con cierta parsimonia. Me lo arranqué de la muñeca. Reloj de mierda, murmuré. Respiré hondo y me alegré de que nada de lo soñado fuera cierto. Inmediatamente le conté mi sueño a Alberto. No quería que se me olvidara. Alberto me escuchó con atención. Está lindo para un cuento. Sigue, sigue. Saca todas las conclusiones. Métele más acción. Te puede salir de la puta madre.
Durante días me senté en la computadora tratando de poner por escrito la historia de mi sueño. Cuando le leí el cuento ya escrito a Alberto, grande fue mi desilusión. Mejor estaba cuando me lo contaste. Es muy obvia tu metáfora de Huamanga y la muerte del sol. Pero qué puedo hacer. Algo del alma de los huamanguinos se ha colado en mi sueño. Es lógico. En 1999 todavía se respiraba acá un clima de terror y de muerte.
¿Dónde estará aquel cuento que entonces escribí? Nunca más lo encontré, pero algo de él quedó en mi inconsciente. Esta madrugada, el mismo sueño me persiguió. Al despertar, sentí que la desaparición del sol tenía otro significado. La noche interminable era la ignorancia y la falta de conocimiento. Qué bruto. Platón lo plantea así en el quinto libro de la República. El saber es como una bengala. Como un sol, como el día. Entonces comprendí que mi cuento estaba redondo y elíptico. Despierta, carajo. Me vas a hacer perder mi clase.
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