martes, 26 de junio de 2007

El sembrador de huarangos

Siempre me intrigaron los desiertos. No tenía más de veinte años cuando un día me alejé de la carretera y me eché a andar cargando una mochila, varias cantimploras, y un montón de chocolates. Recorrí enormes pampas, tablazos sin fin, soledades inmensas. Al tercer día me encontré huyendo del paisaje y de la fatiga. Al filo de la noche logré acampar entre los restos de una huaca, y comprobé que me había que-dado sin agua. Era preciso con-seguirla a cualquier precio.

Antes del alba reanudé la marcha. Después de cinco horas, seguía sin encontrar ni una gota de agua. Seguí ca-minando sin muchas espe-ranzas pero con una dirección precisa, que no me llevaba a ninguna parte. Cada vez que miraba a mi alrededor ob-servaba la misma sequedad, los mismos parajes mustios. Consulté mi brújula y miré al ocaso. De pronto, divisé una pequeña silueta negra, que tomé por el tronco de un huarango. Apuré el paso a pesar de mi cansancio. A unos cien metros me di con la sorpresa de que se trataba de un pastor. Junto a él, unas treinta cabras y ovejas descansaban sobre las piedras. Más atrás un perro dormía, aprovechando el fresco de la tarde.

El hombre me dio de beber de una calabaza y después de caminar un buen trecho llega-mos a su vivienda, entre las faldas de una lomada. La casa de piedra y quincha estaba sombreada por unos grandes huarangos. Los corrales, hechos de cañas, lucían ordenados y pulcros. En el centro de la arboleda había una surgencia natural que proporcionaba un agua clara y transparente. Me mojé la cabeza y seguí be-biendo.

Cuando entré en su casa, me sorprendió que los platos y la rústica mesa estuvieran limpios. La cama lucía tendida y había algunos libros en un estante. También reparé en su ropa. El pantalón tenía grandes re-miendos, pero se notaba recién lavado. Al cabo de un rato, mi hospitalario amigo reavivó la llama del fogón y compartió su sopa. Casi sin hablar fue to-mándola. Luego, preparó unos panes con queso y me dio a escoger entre las frutas que había en una canasta. Cuando le ofrecí un cigarrillo me dijo que no fumaba. Enseguida llenó el tazón del perro y este se acercó con parsimonia. Rayo, tan silencioso como su amo, era amistoso pero no servil.

El sol se ocultó bruscamente y ambos dimos por sentado que me quedaría a pasar la noche. El poblado más cercano estaba a un día de camino y solo eran chozas de carboneros que vivían en la penuria más absoluta. Armados de motosierras, arra-saban los bosques de huarango y luego vendían su cargamento a una mafia de camioneros, que distribuía el carbón entre las pollerías de Lima. La tala des-pertaba las ambiciones más desmesuradas. Excitados por el licor, rivalizaban por un pedazo de bosque o unos sacos de leña, y llegaban hasta el crimen para dirimir sus disputas. Y los ventarrones aumentaban la zo-zobra y dicen que atacaban los nervios.
El pastor prendió su petromax y vertió un cerro de vainas de huarango sobre la mesa. A la luz del lamparín, comenzó a ob-servarlas una por una, se-parando las mejores, las más grandes y relucientes. Pasaron largos momentos y no cruzamos palabra. Le ofrecí ayuda. Cor-dialmente, me respondió que ese era su trabajo y en vista de la concentración con que se entregaba a su tarea, no insistí. Luego rompió la cáscara de las vainas y extrajo las semillas duras y ovaladas. Volvió a se-leccionarlas y fue contándolas. Cuando hubo terminado de reunir mil semillas perfectas, puso fin a su labor y me preparó un rincón. Allí tendí mi saco de dormir

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