Herr Ratzinger debe pensar igual que Cipriani
CADENA PERPETUA EJEMPLAR
CADENA PERPETUA EJEMPLAR
Aquí Cipriani decía que la Comisión de Derechos Humanos “era una cojudez”. La cojudez era él, que no sacaba la cara por los inocentes como Cristo se lo hubiese demandado.
Allá lejos, cerca de la casa matriz del Banco Ambrosiano, Herr Ratzinger, que hoy debe ser llamado Santo Padre, le ajustaba las clavijas al padre Gustavo Gutiérrez, a Jon Sobrino, a Ernesto Cardenal, al pobre y heroico Ignacio Ellacuría, y auspiciaba, por orden del ex obispo de Cracovia, todo lo que fuera catolicismo de quemazón y rezo, potros y blasfemos, herejías y hogueras salvadoras. Como en los viejos tiempos. Hasta a San Francisco le hubiese ajustado las clavijas Herr Ratzinger –por pobre y desprendido, por mal ejemplo en suma–.
Pero quien superó todos los colmos de la santa madre Iglesia en versión familia Borgia fue el cura argentino Christian von Wernich, que ayer ha sido condenado a cadena perpetua por genocida y canalla.
Von Wernich era el capellán de la Policía Federal con sede en Buenos Aires cuando Videla y su pandilla robaban niños, desmembraban por cuartos y mitad en la Escuela Mecánica de la Armada, ponían ratas hambrientas en las vaginas de las rojas pecadoras y, en fin, hacían que Savonarola pareciera un niñito dulzón y el marqués de Sade un boy scout con fiebre de heno.
Von Wernich no fingía ser capellán. Era el capellán y lucía sotana y cuello romano. Era un hombre de la restauración ordenada por Juan Pablo II, el jefe de Estado del Vaticano que encarriló el dinero de la CIA hacia el sindicato Solidaridad de Lech Walessa.
Así que el cura Von Wernich entraba a las mazmorras bonaerenses donde sufrían los desahuciados por Roma y se ponía tierno y fino para decirles –allí están los testimonios de un centenar de testigos– que colaboraran, que sus vidas estaban en manos de Dios “si ellos ayudaban a la policía”, que los niños secuestrados y entregados a otras familias “pagaban la culpa de sus padres” y que, en fin, tuviesen cuidado con no hacer nada para merecer “la máquina”, que era como le llamaban a la picana los torturadores que te mojaban y te subían el voltaje hasta que enloquecías y exigías ser asesinado para que todo acabara.
Esta maradónica mano de Dios, este infame asistido por los cielos, pretendió desacreditar los testimonios vertidos en la corte diciendo que “el hombre que quiere reconciliarse necesita paz, si no actúa con un corazón herido”.
El presidente del Tribunal Oral Federal Nº 1, magistrado Carlos Rozanski, creyó más en los relatos espantosos de los sobrevivientes que en el silencio ofuscado con que Von Wernich enfrentó la mayor parte del proceso.
La condena a cadena perpetua se basa en los siete homicidios, 42 secuestros y 32 casos de torturas con los que Von Wernich tuvo que ver directamente. Según la crónica del diario Clarín hubo aplausos en la sala cuando en la sentencia se incluyó el caso de María del Carmen Morettini, desaparecida junto a otros seis muchachos, torturada pacientemente por “la bonaerense”, y asesinada junto a sus amigos meses después de haber sido raptada por agentes de la Triple A, el comando asesino fundado por el astrólogo López Rega, el marido casi póstumo de la procaz Isabelita.
Von Wernich tiene 69 años y anda con la salud un tanto afectada. Así que la cadena perpetua no parece que vaya a ser una lenta y prolongada tortura, como esas en las que él participó mirando y aprobando, oyendo y aprobando, rezando y aprobando, perdonando al final los pecados de quienes debían morir para que la Iglesia se mantuviera firme y el cielo en su sitio y los cánones más ilesos que nunca, que de eso se trataba lo que hacían Videla y Pinochet: la santa alianza que no avergüenza a los neoliberales.
No se necesita ser González Prada ni haberlo leído para recordar con afecto a los herejes de huesos quebradizos y carne ahumada. Ni se necesita ser provocador para preguntarse si en los mares de gente que sigue a una imagen por las calles de Lima no habrá más de un Von Wernich envuelto en una nube de celeste incienso. Porque a veces conservar un poder tan bimilenario significa ponerse el mandil de los carniceros. Como Cipriani.
Allá lejos, cerca de la casa matriz del Banco Ambrosiano, Herr Ratzinger, que hoy debe ser llamado Santo Padre, le ajustaba las clavijas al padre Gustavo Gutiérrez, a Jon Sobrino, a Ernesto Cardenal, al pobre y heroico Ignacio Ellacuría, y auspiciaba, por orden del ex obispo de Cracovia, todo lo que fuera catolicismo de quemazón y rezo, potros y blasfemos, herejías y hogueras salvadoras. Como en los viejos tiempos. Hasta a San Francisco le hubiese ajustado las clavijas Herr Ratzinger –por pobre y desprendido, por mal ejemplo en suma–.
Pero quien superó todos los colmos de la santa madre Iglesia en versión familia Borgia fue el cura argentino Christian von Wernich, que ayer ha sido condenado a cadena perpetua por genocida y canalla.
Von Wernich era el capellán de la Policía Federal con sede en Buenos Aires cuando Videla y su pandilla robaban niños, desmembraban por cuartos y mitad en la Escuela Mecánica de la Armada, ponían ratas hambrientas en las vaginas de las rojas pecadoras y, en fin, hacían que Savonarola pareciera un niñito dulzón y el marqués de Sade un boy scout con fiebre de heno.
Von Wernich no fingía ser capellán. Era el capellán y lucía sotana y cuello romano. Era un hombre de la restauración ordenada por Juan Pablo II, el jefe de Estado del Vaticano que encarriló el dinero de la CIA hacia el sindicato Solidaridad de Lech Walessa.
Así que el cura Von Wernich entraba a las mazmorras bonaerenses donde sufrían los desahuciados por Roma y se ponía tierno y fino para decirles –allí están los testimonios de un centenar de testigos– que colaboraran, que sus vidas estaban en manos de Dios “si ellos ayudaban a la policía”, que los niños secuestrados y entregados a otras familias “pagaban la culpa de sus padres” y que, en fin, tuviesen cuidado con no hacer nada para merecer “la máquina”, que era como le llamaban a la picana los torturadores que te mojaban y te subían el voltaje hasta que enloquecías y exigías ser asesinado para que todo acabara.
Esta maradónica mano de Dios, este infame asistido por los cielos, pretendió desacreditar los testimonios vertidos en la corte diciendo que “el hombre que quiere reconciliarse necesita paz, si no actúa con un corazón herido”.
El presidente del Tribunal Oral Federal Nº 1, magistrado Carlos Rozanski, creyó más en los relatos espantosos de los sobrevivientes que en el silencio ofuscado con que Von Wernich enfrentó la mayor parte del proceso.
La condena a cadena perpetua se basa en los siete homicidios, 42 secuestros y 32 casos de torturas con los que Von Wernich tuvo que ver directamente. Según la crónica del diario Clarín hubo aplausos en la sala cuando en la sentencia se incluyó el caso de María del Carmen Morettini, desaparecida junto a otros seis muchachos, torturada pacientemente por “la bonaerense”, y asesinada junto a sus amigos meses después de haber sido raptada por agentes de la Triple A, el comando asesino fundado por el astrólogo López Rega, el marido casi póstumo de la procaz Isabelita.
Von Wernich tiene 69 años y anda con la salud un tanto afectada. Así que la cadena perpetua no parece que vaya a ser una lenta y prolongada tortura, como esas en las que él participó mirando y aprobando, oyendo y aprobando, rezando y aprobando, perdonando al final los pecados de quienes debían morir para que la Iglesia se mantuviera firme y el cielo en su sitio y los cánones más ilesos que nunca, que de eso se trataba lo que hacían Videla y Pinochet: la santa alianza que no avergüenza a los neoliberales.
No se necesita ser González Prada ni haberlo leído para recordar con afecto a los herejes de huesos quebradizos y carne ahumada. Ni se necesita ser provocador para preguntarse si en los mares de gente que sigue a una imagen por las calles de Lima no habrá más de un Von Wernich envuelto en una nube de celeste incienso. Porque a veces conservar un poder tan bimilenario significa ponerse el mandil de los carniceros. Como Cipriani.
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