La polémica que ha generado Mistura ha servido para desnudar a los intelectuales que cambiaron la reflexión por el marketing y el pensamiento por la cacerola. ¿Cuando se jodió este país? podríamos preguntarnos otra vez (*). Sinceramente, creo que cuando los intelectuales comenzaron a frecuentar los cocteles de embajada y a hacer crónicas gastronómicas, y cuando los sociólogos se hicieron cocineros y publicistas en lugar de mirar críticamente el país y el mundo que los rodeaba. Ello coincidió con la caída del muro de Berlín, la decadencia de los grandes meta-relatos, el consenso de Washington y el “fin de la historia”. Y la crisis económica y la guerra interna en el Perú.
Desde entonces se creyeron el decálogo de Fukuyama y se sumaron al culto del dinero, la mitificación del mercado y el fetiche del éxito. Nada valía, solo la capacidad de consumir, la escalera del triunfo y el estómago lleno. La felicidad parecía residir en el risotto y el pernil, en la invitación gratuita, la nota en el periódico y el hedonismo más vulgar. Necesitábamos trabajar dicen los más espirituales. De esta manera los intelectuales dejaron de ser directores y organizadores de la conciencia social y se eximieron de expresar, mediante el lenguaje de la cultura, los ideales, las experiencias y el sentir que las masas no podían articular por sí mismas. Simplemente se sumaron al coro del vacío y del mercado, que dio origen a la generación X. Que la cultura la administre el mercado, cantaba Mario Vargas Llosa con su fanatismo de converso.
Habría que decir que desde los noventa vivimos en el más absoluto desamparo cultural. Los intelectuales limeños abdicaron de su papel y se dedicaron a comer. El discurso de la posmodernidad ayudó también a perder el rumbo. La verdad no existe, salvo la de sus detractores. La comida tiene igual categoría que Shakespeare, Ramiro Llona, o los altares de López Antay. Vacilémonos que la vida es corta y todo es presente. Ello seguramente lleva a que Sandro Venturo diga en facebook, con aires académicos “que la cocina es una actividad completa, de producción y reproduccion de la vida… es puro hedonismo; es capacidad de transformar los insumos de nuestra biodiversidad cultivada”. No estoy bromeando. Cambie comida por cualquier otro sustantivo y la frase mantendrá todo su esplendor. El combo ya encontró su teórico y filósofo, tan reduccionista como el peor de los hermanos Marx.
Y mientras todos afilan la dentadura en Mistura, la cultura del país se derrumba. Les apuesto que si al inefable Masías le propusiéramos una cuchipanda gastronómica en el parque Kennedy, en vez de la feria del libro, corriendo atracaría. Contra ese estúpido gastronomismo es que me rebelo. Contra esa pérdida de valor de las cosas. ¿Quién ha dicho algo contra la nueva ley de patrimonio cultural, que permite que se licite y se venda Puruchuco o Pachacámac, con leyes amañadas del corrupto Congreso. A ningún apologista del bitute le interesa la defensa de manifestaciones más elevadas de la cultura, pues la identidad ha quedado reducida a la sartén y la paila. Qué distorsión por dios. Mientras tanto la Biblioteca Nacional ha sido literalmente ocupada por la burocracia del ministerio de Educación y los libros y documentos históricos se hacen humo tras una picaronada de Saltaperico y el ministro Chang.
Ese desprecio a cualquier manifestación cultural que se eleve por sobre el pedestre arte del yantar no es nuevo y está bastante generalizado entre las clases acomodadas. Los intelectuales lo único que hacen es repetirlo, sistematizarlo. Un día le oí comentar a un destacado minero. ¿La poesía? Aj, para qué sirve la poesía… Cuántos miembros de la Confiep habrán leído "La casa de cartón" o al Vargas Llosa de "Conversación en la Catedral" o "La guerra del fin del mundo", porque casi todo lo posterior es deleznable. Cómo será de obtusa nuestra burguesía, que su principal vocero, Aldito Mariátegui, por confesión propia en su columna, dice que prefiere a Pedro Beltrán Espantoso que a su abuelo.
Parece que históricamente las grandes crisis producen una explosión de la glotonería limeña. Después de la derrota con Chile las clases acomodadas de Lima se dedicaron al divino trague. Mi buen amigo Rafael Sánchez Concha me hace recordar un texto de Manuel González Prada, llamado “Los ventrales”, que está en “Horas de Lucha” y puede verse en Internet: http://evergreen.loyola.edu/tward/www/gp/libros/horas/horas14.html
Para mi sorpresa no se trata de arqueología del pensamiento peruano. El tiempo parece que no hubiera pasado. Todo sigue igual:
¿Qué harán ahora en Lima? Si hoy, en alguna parte del Globo nos dirigieran la misma interrogación, nosotros no vacilaríamos en contestar: lo que en Lima hacen ahora es comer. Los almuerzos suceden a los almuerzos, los lunches a los lunches, las comidas a las comidas, las cenas a las cenas. Se engulle sólidos y se bebe líquidos a punto que bajo el lema de Vida Social o Notas Sociales, los diarios serios han abierto una sección especialmente consagrada a contarnos dónde funcionan con mayor actividad las cucharas, los tenedores y las copas. Hay la bolsa culinaria, como hay la bolsa mercantil. Ese banquetear de Lima (digamos de una fracción limeña) contrasta con la miseria general del país, da la falsa nota de regocijo en el doloroso concierto del Perú…
La cultura que hace bien al espíritu no es ni el combo, ni el fútbol, ni el pisco y los caballos de paso. Esas cosas sobredimensionadas enbrutecen, abotagan las neuronas, nos vuelven ventrales y ventrudos. No se construyen naciones sobre bases tan endebles y ramplonas.
Finalmente debo decir para desgracia de Fernando Vivas, que intentó refutarme en El Comercio, que el gastronomismo sí es una ideología en el peor sentido del término, y puro opio, con el perdón de la amapola. Es neoliberalismo con envoltura gastrointestinal y sabor final a pedo. Perdonen que sea tan pesado por recordarles estas cosas.
(*) Tengo el convencimiento de que el Perú se jodió no una sino muchas veces.