leyenda: Doña Maricucha, Paul y Rocío en el Cuzco, circa 1985 |
La amistad solo puede nacer de la virtud.
Platón, en el diálogo de Lisis
Vivíamos
en la misma calle y no lo sabíamos. Yo pasaba diariamente por su puerta rumbo
al paradero y siempre me preguntaba quién sería ese muchacho flaco y de ojos azules
que regaba aquel jardín. Con los días el cosmos encontró una nueva ordenación,
y los acontecimientos se confabularon. La azarosa sincronicidad de los hechos
de la que hablaba Karl Jung. Lo cierto es que revisando papeles en mi oficina
me encontré un boletín, con noticias y artículos sobre el panorama de los
barrios de Lima. Había entrevistas, comunicados, fotos, y una suerte de columna
de opinión. La hojeé. Era austera, pero se dejaba leer, cosa rara en las
publicaciones de este tipo. La dirigía un personaje con nombre sugerente.
¿Quién es Paul Maquet? pregunté al aire en la oficina. Es tu vecino, me
respondió el jefe del proyecto. Vive en tu misma calle, y está casado con una
de las numerosas hermanas Valdeavellano, que valgan verdades yo solo conocía de
vista. Até cabos.
La
siguiente vez que pasé delante de su casa y lo vi regando los geranios le metí
letra. Hola ¿cómo estás? ¿Tú eres el director de esa pequeña revista que se
llama Cuadernos Urbanos? Paul me miro con cara afable y respondió con
una leve afirmación. Es un intento modesto pero necesario, apuntó. ¿Y no te
gustaría juntar esfuerzos? Yo también trabajo en una oficina que asesora
pueblos jóvenes y me encanta jugar a la imprentita, añadí con picardía.
Encantado, qué más quisiera que hacerla con alguien, dijo con cierto
desprendimiento. Algo me sorprendió. Creo que ni siquiera preguntó quién era yo
aquella soleada mañana de primavera. Un niño acelerado y rubicundo salió
velozmente por la puerta falsa llamando a su padre en su media lengua. Paul se
rio, es mi hijo, señaló. Qué casualidad, yo tengo una hija casi de la misma
edad y vivo a media cuadra.
El
parque que estaba al frente a la casa de Paul sirvió desde entonces para
nuestros encuentros mientras nuestros niños correteaban. He hablado con el
responsable de mi oficina y dice que no tendrían inconveniente en apoyar el
proyecto editorial. El hijo de Paul se subió a un arbusto y amenazaba con
lanzarse al vacío. Pueden aportar mil dólares para el próximo número, añadí.
Finalmente, Paul acudió en su auxilio. Genial, reunámonos la próxima semana en
mi casa, dijo mi nuevo amigo.
El
día convenido al atardecer toqué el timbre de la casa. La atenta suegra de Paul
salió y me indicó que él vivía en la puerta al lado del garage. Es un
departamentito aparte en el segundo piso, aclaró doña Maricucha. Me disponía a
timbrar de nuevo, pero al instante salió Paul perseguido por su hijo envuelto
en una improvisada capa de superhéroe. Estaba esperándote, dijo con laconismo,
mientras subíamos una larga escalera que conducía a una gran habitación. Lo
primero que vi fue un balcón frente al arbolado parque. Luego observé con más
detenimiento y reparé en el austero mobiliario: un rústico juego de sala de
madera basta y esterilla, con algunos almohadones y tapices andinos. En una
esquina divisé una mesa redonda de mercado, iluminada con una lámpara de paja.
Allí nos sentamos. ¿Un café? En ese momento Rocío salió por una mampara, me
saludó y discretamente se retiró a la parte intima de la casa pues el niño
debía comer. Después me enteré que detrás de esa puerta vidriada se ocultaba un
estudio lleno de libros y una pequeña cocina.
Aquella
noche hablamos de muchas cosas. Le sugerí ampliar el formato de la revista, y
el aceptó en el acto. Tendría el doble de pliegos. También mencionamos el
nombre de algunos personajes a quienes nos gustaría entrevistar. La reunión
parecía concluir cuando Paul como quien hiciera una travesura sacó un ron
cartavio, hielos y unos vasos. En aquellos tiempos éramos guerreros. ¿Y tú qué
has hecho por la vida? me interrogó Paul de sopetón. Nada, hermano, soy un
fracasado, dije con arrojo e ironía. Yo tampoco, replicó Paul soltando una
sonrisa maliciosa. Pero solo tengo treinta años, agregué. Yo también. Ambos
habíamos nacido en 1953.
La
lengua se le destrabó a Paul con el segundo ron: Estudié en el Franco- peruano
y después ingresé a letras de la Católica. Al segundo año todo se complicó. Mi
padre se murió repentinamente de un infarto y la empresa de importaciones de la
que vivíamos se cerró porque nadie sabía cómo manejarla. Mi padre también tenía
un puesto en la embajada francesa y cuando falleció se apiadaron de mí y accedí
a un pequeño cargo administrativo que me condenaba al aburrimiento de por vida.
Por entonces mi hermano menor se fue a Francia a buscarse la vida, y con mi
madre y mi hermana terminamos en un angosto departamento del jirón Moquegua.
Estudiar en la universidad se convirtió en un espejismo. Sin embargo, fui
ganado por algunas ideas y con un grupo de amigos fundamos un grupo juvenil de
teatro en El Agustino, llamado Javier Heraud. Allí conocí el mundo de
los barrios, los empinados cerros llenos de migrantes, una inmensa miseria, y
como es lógico suponer terminé metido en una de los tantos fragmentos de la
izquierda. Había que organizar, unificar sus luchas, hacer que “las masas”
participaran en la revolución, y tampoco olvidar el legado de Luis de la Puente
Uceda, y todo el rollo que tú ya conoces. Sigue, está interesante. Éramos una
partecita insignificante nomás cuando los paros nacionales levantaron a la
gente. Así es la historia, a veces te ves arrastrada por ella. Uno hacía su
trabajo de hormiguita en El Agustino y de repente cientos de pueblos jóvenes se
levantaron al unísono. Todavía me emocionó de recordar esos hechos. Habíamos
tenido eco y en verdad alucinábamos que estábamos a las puertas del poder. Pero
vino la división de 1980 y todo volvió casi a fojas cero.
En
esos afanes conocí a Rocío y nos casamos al poco tiempo, un 20 de marzo lo
tengo bien grabado. Hay que pensar en otra cosa, dijo ella una mañana al
levantarse viendo crecer su barriga. En un instituto, insistió. No podemos
estar viviendo en medio de los vaivenes de la política. Los pobladores se
merecen algo más profesional y que colme sus demandas, quieren cosas concretas,
tangibles, saneamiento, planos, asesoría. Perfecto. No puedo quejarme, Rocío
puso todo el punche para que el instituto saliera adelante y logró integrar a
abogados, arquitectos, y dirigentes. Una trome resultó ser, dice con el rabillo
del ojo azul resplandeciente.
Los
rones ya nos habían conducido al territorio de las sinceridades. ¿Y qué quieres
hacer tú en la vida? Antes te hubiera dicho que político, pero hoy quiero
volver a estudiar, leer, investigar. Me gusta la Historia ¿sabes? El único
problema es que ni siquiera terminé Letras. ¿Y eso qué importa? Hay muchos
intelectuales que han sido autodidactas. Mariátegui no pasó de unos cursos
libres en San Marcos, Emilio Choy fue un gran historiador y bodeguero. María
Rostworowski tampoco estudio formalmente porque tenía un marido celoso. Paul se
cagó de la risa. ¿Y tú? me preguntó ya con el ánimo inquieto por los rones.
Terminé la carrera, pero nunca me gradué porque siempre pensé que no necesitaba
un cartón, dije en voz baja como si revelara un secreto mortal. Pero mientras
tanto me gusta hacer revistas porque puedes ejercitar la escritura, añadí. Te
creo, cantó Paul con el trago del estribo tintineando entre los dedos. Me voy,
dije incorporándome, y bajé las escaleras con paso zigzagueante.
dos
Parecíamos
dos chicos jugando a la imprentita y cada número era una locura. Paul me pasaba
sus textos para criticarlos, y yo hacía lo propio, aunque muchas veces
escribíamos al alimón. Uno tecleaba en la Olympia y ambos metíamos la
cuchara. Por lo demás no teníamos el menor empacho en corregirnos, dejando los
papeles bañados por sucesivas capas de liquid paper. Bueno, ya tenemos
una masa crítica suficiente de textos y podemos enviarlos a la imprenta.
En
el camino de hacer la revista Paul y yo nos volvimos amigos, nuestros hijos se
hicieron compañeros de juegos, y hasta nuestras mujeres congeniaron. Cada
fiesta infantil nos congregaba, y así pude “reconocer” la casa. En verdad yo
había conocido aquella residencia de niño. La dueña anterior era amiga de mi
madre y tenía un salón literario llamado Los amigos del arte, allá por
los sesenta. Pero ahora en el fondo de jardín se levantaba la pequeña fábrica
de trajes de doña Maricucha y ya no estaba el salón chino de dudoso gusto. Su
lugar era ocupado por una austera salita que albergaba los cientos de discos de
don Fausto, el papa de Rocío, que alumbraba su vejez con música clásica.
Después
me enteré que doña Maricucha había sido una verdadera precursora de la moda
peruana, con una tienda de ropa inspirada en motivos andinos. Era menuda, ágil,
y muy religiosa. Iba a misa a las seis de la mañana con paso ligero donde las
monjas de Centenario y luego discurría su día entre tejidos, costureras y
remalladoras. Al anochecer visitaba a su nieto para conversar con él y allí me
la encontraba. Paul la quería mucho. Es una gran mujer, comentaba. Y sin duda
era cierto. De allí seguramente Rocío extrajo su extraña fortaleza y rectitud.
Curiosamente
la relación de Paul con su madre era más distante, aunque siempre buscaba
protegerla. Un día lo acompañé a darle un encargo a su vieja que vivía en una
casa Bauhaus en el malecón Armendáriz y a la salida me comentó: Siempre
será una niña. ¿Por qué? Quizás se casó muy joven con un hombre extranjero
bastante mayor que ella. ¿Sabes, Rodrigo? Mi padre tuvo muchas vidas antes de aparecer
por el Callao. No sé mucho de él. Lo perdí a los diecisiete y nunca hablé de su
pasado. Jugábamos mucho, pero conversábamos poco. ¿Y cómo llegó a tu familia
esa casa estilo buque? Es una historia larga. Mi hermana recibió una herencia
de su padrino y recién he descubierto que el arquitecto fue Luis Dorich, el
padre del urbanismo peruano. Sería una pena que la tiraran abajo...
Un
día le dejé bajo la puerta un relato que acababa de escribir y que se me
ocurrió durante un sueño. El extirpador de idolatrías se llamaba y era una
historia sobre Francisco de Ávila, el cruel doctrinero de las serranías
limeñas. Me ha encantado, me dijo. Sigue escribiendo, pero creo que nunca vas a
superar estas pequeñas cuatro hojas. A tu salud, dijo trayendo una botella de
wiski y destapándola con su sonrisa más placentera. Por tu cuento. Un gusto una
vez al año, no hace daño, dijo para justificarse ante Rocío. Curiosamente ese
relato se perdió, traspapelado entre mis rumas de papel y las de Paul. Lo
buscamos afanosamente, aunque todo fue infructuoso. Quise volver a escribirlo,
pero me salió una cosa totalmente distinta. Mejor, pensé, ya no tendré que
poner la valla tan alta en mis próximos cuentos.
Yo
no era el único amigo de Paul. Él seguía frecuentando a sus antiguos compañeros
de célula con los cuales se reunía para hablar de política. Diseñaban tácticas
y buscaban atajos para una ilusa toma del poder. Pero en verdad Paul había
perdido toda ambición política. Las luchas intestinas lo estresaban, el poder
no lo seducía. Le gustaban los libros, las estadísticas, investigar, imaginar
en sus noches de insomnio ciudades amigables con el planeta, y también, cómo no
cultivar antiguas fraternidades. Allí estaban Carlos Corzo, Marco, Roger,
Gálvez, para atestiguarlo. Con ellos era otro, abandonaba la parquedad y cierta
timidez, y defendía sus argumentos sacando a relucir toda su esgrima
dialéctica.
Un
día llegamos a su casa y noté a Paul medio bajoneado. ¿Qué te pasa, hombre? La
institución se ha vuelto ingobernable, ya estoy harto, hasta aquí nomás,
exclamó Paul mientras Rocío se disponía a poner la mesa para un café con
bizcochos. O ellos o nosotros. De un tiempo a esta parte, Paul anda intranquilo
y malhumorado, cosa rara en él, explicó Rocío. O ellos o nosotros, reiteró Paul
lanzando su gastado maletín sobre el mueble de la sala tras una reunión del
comité directivo. Calma, flaco, pidió Rocío Qué bueno que estés aquí, Rodrigo, añadió
casi con ternura, para que el flaco no tomé las contradicciones que hay en todo
grupo humano como una guerra total. María Antonieta y su pandilla me boicotean
todo, insistió Paul. La eterna lucha de los egos, la política de bandos, el
combate fratricida entre Caín y Abel, replicó Rocío. Bótenlos dije como buen
provocador que soy. No se puede dijo Rocío, las formas son tan importantes como
el fondo. La verdad es que la otra facción nunca me quiso demasiado porque yo
era el amigo de Paul, del director, y por eso me miraban con sospecha. En
verdad, no tengo por qué guardarles consideración, objeté. Rodrigo tiene razón,
dijo Paul. Yo seré buena gente, pero no cojudo, añadió con los pelos revueltos
y colgando su eterno saco gris en el respaldar de la silla. Rodrigo es un
bárbaro, apostilló Rocío con una leve sonrisa burlona...
La
conversación se animó con el café negro de rigor. ¿O sea que hay que pensar
todo de nuevo? Todo, ya las viejas herramientas no sirven. La política y la
economía sin la esfera de la cultura, las ideas y las subjetividades solo
generan dictaduras de acero. Sí pues, los muros no duran mucho tiempo si las
convicciones de tu gente se parecen a las de tu enemigo, sintetizó Rocío.
La
vez siguiente que fui a trabajar, Rocío salió de su dormitorio y encaró a su
marido: Ya te he sacado cita, Paul. Figúrate Rodrigo, el flaco está con fiebres
recurrentes, y dolores de cabeza desde que tuvo una gripe, y no quiere ir al
médico. Es puro estrés, se justificó Paul, nada grave. Sin embargo, la palidez
lo delataba. Te llevaré, aunque sea a rastras, reiteró Rocío con autoridad.
Paul bajó la cabeza y las cinco de la tarde me despidió pues tenía que
alistarse para la cita médica. En estos asuntos hay que hacerle caso a las
mujeres, dijo con filosofía.
Al
día siguiente pasé por su casa para dejarle unos papeles: ¿Y qué te ha dicho el
médico? Estoy jodido hermano, tengo una grave infección al hueso mastoideo. En
ese momento escuché a Rocío que desde la mampara le increpaba: Debes
recostarte, el médico te ha pedido reposo absoluto, y encima pretendes ir a la
oficina. Estás loco, flaco. Sí Paul, tienes que dar un dar un combate furibundo
contra las bacterias. ¿Las del instituto? interrumpió Paul con sorna. Yo iba a
desternillarme de la risa, pero el ambiente no estaba para burlas. No, hablo de
los microbios que han causado tu enfermedad, dijo Rocío conteniendo su
molestia.
Paul
cada día enflaquecía más, huía del dolor y los doctores no parecían acertar con
el tratamiento. Pálido y febril iba al instituto e incluso me llamaba para
avanzar la revista. Estoy en mi casa y Rocío no estará, vente. Yo acudía casi
subrepticiamente y escribíamos textos o me presentaba artículos que había redactado
robándole horas a la noche. Pero un buen día se levantó de la pequeña mesa del
comedor, sudoroso y delirando por la fiebre: No puedo más, confesó con
expresión angustiada. Perdona, pero me voy a echar a la cama. Anda, anda nomás,
dije con tristeza. Mejórate. En la puerta me encontré con Rocío que llegaba.
Está muy mal, me confirmó, habrá que operarlo.
tres
Los
días pasaron lentamente y la recuperación nunca llegó. pero Paul seguía
trabajando desde su casa y leía con ahínco: Madame Bovary, Redoble por Rancas,
Los ríos profundos. Cuanto libro caía en sus manos se lo devoraba, como si no
quisiera dejar este mundo sin el placer de haber leído los grandes libros que
en el mundo han sido. También se había conseguido una computadora que ubicó en
la zona prohibida de la casa, y desde entonces pude trasponer la mampara y
sentarme en una mecedora mientras lo veía digitando diestramente. Me la acabo
de comprar con una plata que me cayó del cielo, pero Rocío aún no sabe de mis
malversaciones. Mira, es fácil, machucas alt F4 y pones la función
bloque activado. Así puedes volar párrafos o cambiarlos de sitio. Pero lo mejor
es que también tengo internet, aunque debo enchufarlo clandestinamente porque
dejo sin teléfono a Maricucha y la cuenta sube un montón. ¿Sabes? Le he
agarrado el gusto a escribir en la computadora, pero lo mío no es la ficción.
Prefiero lo ensayístico. Y también he cogido el vicio de jugar ajedrez con la
máquina hasta el amanecer. Rocío me va a matar si se entera que cuando se va al
instituto, yo sigo durmiendo por el madrugón, escudándome en mi enfermedad. A
propósito, me operan el lunes otra vez en la Clínica Internacional…
¿Puedo
visitarte? Claro. Lo encontré en su cama con un gran parche en el oído, una
pila de libros sobre la mesita de noche y muy risueño. Le han raspado el hueso,
explicó Rocío. La intervención duró cuatro horas que no he vivido, añadió Paul.
El triple concierto de Beethoven para piano, violín y cello se elevaba desde la
casetera e inundaba toda la casa. Salir de la anestesia general ha sido como
regresar de la muerte, me confesó. Esta pieza le encantaba a mi padre, apuntó
Rocío. Esos primeros momentos donde se vuelve a prender la luz de tu cerebro y
todavía no sabes en qué mundo estás ni quién eres, están envueltos en el más
absoluto misterio. Gracias Don Fausto, por llenar de música celestial el
vecindario. Bueno, ahora ya está mucho mejor y hasta le han suspendido los
antibióticos. Es como una resurrección, sentenció Paul abriendo de par en par
sus insondables ojos azules, que Rocío porfiaba que eran verdes.
Luego
se levantó de la cama despaciosamente y se sentó en la computadora. Ya tengo
correo electrónico, me dijo mientras proseguía obstinadamente una partida de ajedrez
contra la máquina. ¡Jaque mate! cantó a viva voz y sorpresivamente. Primera vez
que logro vencerle al programa, dijo con una expresión de contento que le
llegaba a las orejas. Le has ganado la partida a la muerte, ironicé. Sí, es verdad,
estoy bastante mejor, pero son tiempos difíciles. Te cuento algo, pero no
quiero que le digas nada a Rocío. Ella no quiere que se sepa: Sendero Luminoso
ha amenazado a nuestros promotores en San Juan de Lurigancho. No es para
bromear.
¿Ý
si pasamos a otra etapa de la revista? dijo Paul entusiasmado con la idea de
dar un salto copernicano tras la exitosa operación. Sí, quiero algo más
profundo, que revise las coordenadas de nuestro tiempo. La ciudad no sólo es un
espacio físico, sino un lugar de intercambios y producciones culturales. Ciudad
es cultura. Sí algo así como Ciudad y Cultura. Me gusta, ese es el título, indiqué
yo. Busquemos plata. Paul como siempre era un mago de las finanzas informales y
yo le pedí un dinerillo a un inglés que trabajaba en una red de desastres
naturales. ¿Cambiamos todo? Todo: desde el diseño, otros autores, cuentos,
crónicas, pensamiento heterodoxo y creativo. Si los paradigmas son un fiasco ¿dónde
están los nuevos que no lo son? ¡Salud! Hasta la misma presentación que sea una
performance, una intervención, un happening y no el acto protocolar y consabido.
Perfecto. La disrupción de lo nuevo. La historia pariendo una nueva época. Qué
bonito sería, dijo Paul con cierto candor en la mirada.
Estábamos
en el instituto discutiendo el nuevo proyecto de revista cuando la radio dio la
infausta noticia. Paul, acaban de asesinar a María Elena Moyano en Villa El
Salvador, gritó Betty desde el primer piso. Paul bajo corriendo las escaleras y
se acercó al pequeño receptor. La han matado, qué salvajes. Pucha, María Elena
se había convertido en una piedra en el zapato de los senderistas. Al poco rato
Paul nos congregó a todos en el salón de reuniones. Tenemos que hacer acto de
presencia para expresar nuestra solidaridad, dijo compungido. Que Sendero sepa
que no nos van a someter por el miedo. Vamos, le dijo al chofer del instituto,
saca la pickup. Yo también voy dijo Betty cerrando la puerta principal. Bajo
un inclemente sol de febrero subimos al carro, algunos en la tolva, y una hora
más tarde llegamos a Villa El Salvador donde una multitud esperaba en el parque
frente al municipio. La gente no cesaba de arribar y cubría ya las calles
adyacentes. ¡María Elena Moyano, presente! Los cánticos no cesaban. En medio
del tumulto Paul se encontró con Roger, que era dirigente salvadorino. ¿Una
gaseosita? invitó el amigo. Nos alejamos un poco de la concentración en busca
de alguna sombra y una carretilla, y Paul, le preguntó a boca de jarro ¿Y cómo
fue todo? Espantoso, confesó Roger. Ayer Sendero convocó un paro armado,
prohibiendo a los pobladores que salieran de sus casas. La reacción de María
Elena no pudo ser más airada. Marchemos, les dijo a las mujeres de los
comedores y del vaso de leche, y recorrieron todo el distrito. Nada de
imposiciones, ni amedrentamientos, respeto a las organizaciones de mujeres, iba
perifoneando delante del gentío. En el camino recibió amenazas. Te vamos a dar
vuelta, maldita, por traidora. A ver atrévanse pues, contestó altiva ella. La
revolución se hace con ideas, no con bombas. Hoy temprano María Elena asistía a
los preparativos de una pollada pro-fondos de la federación de mujeres, y un comando
de aniquilamiento la emboscó. Recibió como siete balazos a quemarropa, pero no
contentos con ello los asesinos le pusieron una carga explosiva de quince kilos
que detonó casi en el acto. De la valiente Moyano sólo quedaron esquirlas. La
familia ha tenido que recoger los restos de las paredes y del suelo de la
vivienda. Justo en ese momento apareció una muchedumbre cargando lentamente el
ataúd por la avenida Revolución. A su paso la gente bajaba de los cerros y
cruzaba arenales para unirse al cortejo.
Por
un estrecho callejón humano y entre salvas, lágrimas y aplausos, ingresó el
cajón a la capilla ardiente instalada en el hall de municipio. Era imposible acercarse.
Llegaban políticos de todos los pelajes, desde Manuel Ulloa hasta un adusto
Henry Pease. La gente lloraba y yo guardaba en secreto el suave recuerdo de María
Elena. La había conocido recién, pocas semanas atrás, en circunstancias ajenas
a la política. No sé cómo caí una noche en la fiesta de cumpleaños del alcalde
de Villa, Michel Azcueta. Creo que unos amigos me llevaron. Era una casa
prefabricada en medio de un descampado y me acuerdo que el toque de queda ya
estaba por comenzar. Quédense nos pidió el dueño de casa ante el temor de que
se le desarmara el jolgorio. Aceptamos y en el momento en que entraba a la
cocina a buscar un vaso una chica espigada y morena se me quedó mirando y luego
me preguntó: ¿Qué tomas? Ron. ¿Y tú? Lo mismo, y me quedé conversando toda la
madrugada con ella, de pie y en una suerte de barra. En aquella cocina me contó
toda su vida sin que ningún borracho osara interrumpirnos. Sus hijos, el marido
que ya no era su marido, sus fallidos estudios, y el grupo parroquial que le
dio cobijo. También me puso al tanto de su entrada en la política y sua
militancia, de su hermana celosa y su cuñado machista que la odiaba por fuerte
y decidida. Las horas pasaron raudamente y un halo de luz diurna nos devolvió a
la realidad. Michel ya está cansado y los invitados se están despidiendo. ¿Y
tienes teléfono? me preguntó, casi en la puerta de calle. No uso, le respondí.
Dejemos que la casualidad nos convoque. Ella rio y me hizo adiós. Nunca más nos
vimos, y ahora el azar se presenta cuando ya estás muerta, en ese ataúd que
todos rodean como postrer homenaje. Días después Paul me contó que tenía
información confidencial. ¿Sabes quién le hizo el reglaje a María Elena? ¿Su
cuñado terruco? Sí ¿y cómo sabes? Mis fuentes secretas. ¿Y a ti quién te lo
dijo? Se dice el milagro, pero no el santo, dijo Paul.
Dos
cafés y dos empanadas, por favor, pidió Paul en el Malatesta mientras revisaba
el periódico. ¿Qué hicimos mal para que Fujimori tenga más de ochenta por
ciento de aprobación tras el auto golpe? El pueblo ha validado a un dictador.
Es culpa de la izquierda también, dejamos que nos hicieran pan con pescado. También
es cierto que la caída del muro ha hecho girar el mundo a la derecha. La
política es un péndulo. Bueno, no hemos venido aquí a hablar de política. Manos
a la obra. Convoquemos gente, leamos, conversemos con algunos intelectuales,
carteémonos con otros, revisemos la nueva bibliografía. investiguemos. Nuestros
cerebros bullían de novedosos conceptos y nuestros dedos corrían sobre los
teclados blancos e insonoros. Detrás de una revista tenía que haber una
voluntad colectiva, decía Gramsci, y el buzón del instituto se llenaba de
cartas y artículos. Finalmente vino la presentación y el pánico a las sillas
vacías se esfumó bastante pronto. El salón de actos estaba atiborrado. Las
luces se apagaron y de repente varios clowns descendieron de los techos, se
pasearon entre el público, con carteles y morisquetas, y declararon la muerte
de los paradigmas: ¿Qué es la cultura? ¿Un verso? Voces transmitidas por incesantes briznas, ¿Y es Lima el
lugar ideal para morir, como dice Eielson? ¿La ciudad colonial perfecta? No,
sencillamente es la fecha en prosa de un poema de César Moro, extraído de La
tortuga ecuestre, que Sebastián Salazar recogió para su libelo contra el
mito de la arcadia virreinal: Lima, la Horrible.
¿Conoces
algún herrero, Rodrigo? me preguntó Rocío. Acaban de robarme los faros de la
camioneta aquí en la puerta. Sí conozco a un maestro de la soldadura que se
llama Patricio, que es el que le hacía las esculturas de fierro a Delfín. Es un
capo, pero solo se le encuentra de noche en su casa de Surco Viejo. ¿Hazme el
favor, te lo agradecería? A las nueve de la noche llegamos al fondo de un
pasaje, muy cerca de la plaza y le tocamos la puerta. Salió afable y
conversador como siempre y llegaron pronto a un acuerdo. Patricio se estaba
despidiendo, cuando el suelo tembló como si fuera un terremoto. No, es una
bomba, dijo el curtido herrero. Inmediatamente sobrevino un apagón. Rocío
asustada corrió al coche y me conminó a subir. Se sintió cerca, Antes de dejarte
en tu casa, déjame pasar primero por la mía, para ver cómo están todos. La
penumbra era completa más allá de los faros de los carros reflejados en los
vidrios de las casas. Hay que saber dónde es, dijo Rocío, para no meternos a la
boca del lobo. De pronto se encendieron los postes. Llegamos a su casa y Paul
salió por el balcón. Ha sido en Miraflores, alertó, suban que la tele está
trasmitiendo en directo. Los daños son inmensos, hay muchos muertos. Las
escenas eran tremendas, los bomberos trataban de abrirse paso entre los
escombros, un hombre gritaba desesperadamente: ¡Carlos, Carlos! Ni en mis
peores pesadillas, exclamó Rocío.
Me
fui a mi casa con el alma en vilo y seguí viendo el noticiero. Durante toda la
noche no pude cerrar un ojo. Al día siguiente se impuso un nuevo toque de queda
que comenzaba a las seis de la tarde y al poco tiempo capturaron a la cúpula
senderista. La televisión trasmitió hasta el hartazgo la escena de un líder
gordo y barrigón que abdicaba de su dignidad en una charla de café con su
captor. Su derrota era irremediable. Y de ella se aprovechó Fujimori imponer
una nueva constitución y una larga dictadura, con el país arrodillado y a sus
pies.
cuatro
Tengo
que confesarte algo, Rodrigo: le han cerrado el caño a la revista. Las
bacterias han saboteado todos los proyectos que tenía contigo aduciendo que las
publicaciones son prescindibles. ¿Quién, la espiroqueta de María Antonieta? Sí,
ella misma y todo su grupo, afirmó Paul. A mí ya ni me saluda y eso que jamás
he sido miembro del instituto, dije con resentimiento. Solo por ser tu amigo. A
mí me odia, dijo Paul y creo que comienza a ser recíproco. Tú sabes que no soy chismoso,
Rodrigo, pero cuando llegó a la institución de la mano de Fernando, dirigente
de la margen izquierda, no mataba ni una mosca. Luego dejó botado al marido y
se metió con el mejor amigo de este, Belisario, que también trabajaba con
nosotros. Ello enrareció el ambiente de trabajo, y nos preocupó mucho. Lo que
no sabíamos es que estaba decidida a apropiarse de la institución. Con
Belisario armó su camarilla de incondicionales, que son los que nos miran de
medio lado y boicotean toda directiva mía. Es una trepadora titulada en
Rotterdam, y con vista al mar de Norte, comenté con sorna.
Durante
una larga temporada estuve ocupado en recursearme los frejoles. Hice de todo,
corregí textos, edité aburridísimos libros ajenos, inventé proyectos para
instituciones inexistentes, y hasta pinté tarjetas de navidad que me encargo
Rocío, para repartirlas entre los filántropos europeos de su institución. Me
encantaría que te inspiraras en El principito de Saint-Exupéry que tiene
un aire a Paul, dijo en son de broma. Buena onda Rocío, sabía de mis
estrecheces económicas. Lo cierto es que le seguí la cuerda e hice como
cuarenta acuarelas y en el camino se le acabaron. Un día antes de nochebuena me
llamó y me dijo que necesitaba más para repartir en la misa navideña del cura
Gutiérrez. Ni modo.
Como
sabía que era incapaz de levantarme temprano un 25 de diciembre se las dejé de
madrugada debajo de la puerta en sus respectivos sobres. Me los imagino perfectamente
yendo a la iglesia de Jesús Obrero en Surquillo. Paul lleno de legañas siendo
llevado a rastras por Rocío. Luego escuchando el sermón largo y sofisticado del
padre de la teología de la liberación sobre el significado del nacimiento de
Jesús entre los pobres. Bah, la misma exégesis circular del evangelio.
¿Y
tú eres cristiano? le pregunté un día. A veces, dijo Paul con humor. Pero
siento que es un discurso cerrado y excluyente que deja pocas puertas a la
imaginación. Francamente, yo prefiero la mitología griega, es de libre
interpretación, comenté. Exacto, aceptó Paul. Quizás el problema del cura
Gutiérrez es que pretende ajustar el ideario de los pobres, a la camisa de
fuerza del canon bíblico, que es un terrible sancochado de ideas tribales. Algo
así como meter un pato en una botella. Paul estiró la sonrisa. Qué bonita
metáfora, comentó. No es mía, es un viejo koan zen, algo así como una
“paradoja absurda” si cabe la redundancia.
cinco
Hacía
meses que no nos veíamos cuando una noche una sombra ocupó al asiento de al
lado de la combi. Volteé, era Paul Maquet, y él también me reconoció en el
mismo instante. No nos quedó más que soltar la carcajada cuando nos descubrimos
el uno al lado del otro. Otra vez la sincronicidad, el impetuoso azar que nos
acercaba, los acontecimientos que se unían bajo el paraguas de la casualidad,
que no era tal, según Karl Jung. Bajamos en la esquina, dijo Paul pagando ambos
pasajes al chofer. Vamos a tomarnos un trago si el destino ha querido
reunirnos, te invito.
¿Estás
resentido conmigo? preguntó Paul ni bien el mozo nos trajo los primeros wiskis
en el sucucho de la calle Berlín. Obvio, creo que no defendiste lo suficiente
nuestra revista ante las bacterias de la institución. Paul bajó la mirada. Es
verdad, pero a veces hay que retroceder un paso para avanzar dos. Nada, ese es
un lugar común de un estratega barato. Paul se echó a reír. Podemos tener otros
proyectos, ya que no principios, como decía Groucho Marx. Acepto, dije bromeando:
¿Qué te parece si escribimos un libro juntos? dije como disparando al viento. A
Paul se le iluminaron los ojos de repente. Así matamos varias palomas de un
tiro, agregué. Paul me miró extrañado con sus ojos transparentes que dejaban
intuir un jardín de ideas. Pero si no tengo título, nunca terminé mi carrera.
¿Y eso qué importa? Un libro es más que una tesis, dije con presunción. Ya,
dijo entusiasmado, hagámoslo. Yo me encargo de conseguir la plata para la
impresión y las labores de oficina. ¿Y el tema? Leamos primero para alimentar
la reflexión. Me interesa la historia, dijo Paul en el fragor del cuarto wiski
aguado. Salud…
Tengo
que serte sincero, Rodrigo. El libro me produce ansiedad, no me siento capaz de
mantener la disciplina y la lucidez a lo largo de muchos meses y hasta años. Yo
también siento una gran inseguridad frente a la calidad del libro y las
críticas que generará. Es natural, escribir es un poco exhibirse. Hay cierto
pudor que debes vencer, dije como justificación, mientras Paul acariciaba a una
gata atigrada que había estado merodeando por los techos. Logré hacerla bajar
con carnecitas y pocillos de leche, explicó con ternura. Nunca había tenido una
mascota, y en pocos días se ha vuelto mi amiga.
Al
principio cada quien trabajaba en su casa, y nos reuníamos una vez a la semana
para comentar nuestras lecturas y fichas. Mira este libro que me he conseguido.
La ciudad antigua de Fustel de Coulanges. Muy famoso pero es más un manifiesto ideológico que un ensayo,
concluimos. No fuimos de la misma opinión con La Historia de las ciudades en
la edad media del historiador belga Henri Pirenne, una suerte de precursor
de la Escuela Francesa. Y de dónde has sacado esta antigualla. Era de la
biblioteca de mi padre, y estaba rodando por casa de mi madre sin que nadie le
picara el diente. Pero fue La ciudad en la Historia de Lewis Mumford el
libro que realmente nos maravilló, aunque nos costó conseguir el ejemplar. De
nada sirven los clásicos si no se les mira bajo el prisma de la escena peruana,
advirtió Paul, cogiendo la primera edición de La multitud, la ciudad y el
campo de Basadre.
Se
había mirado la historia desde la dinámica del poder central, y estaba retaceado
el peso de lo local en la dinámica de las sociedades. En algún momento en la
Grecia clásica, ciudad y estado era la misma entidad, y en Roma se comenzaron a
separar los caminos con el nacimiento del imperio. Pienso en todas esas cosas y
recuerdo la fascinación de Paul por las cuarenta comunidades utópicas que se
desarrollaron en Estados Unidos en el siglo XIX, siguiendo las líneas marcadas
por Owen y los falansterios de Fourier. Nos interesa detectar el pulso de la
aldea, la ciudad y la periferia en el curso general de los acontecimientos, las
huellas locales. Sí. Las huellas locales, ese es el título del libro, dijo
Paul exaltado.
Con
el ejemplar recién salido de la imprenta nos sentamos en un café a
contemplarlo. ¿Oye, pero te han cambiado el nombre dije al ver con detenimiento
la carátula? Paul puso la cara más inocente de su repertorio. ¿O sea que ahora
eres Paul Maquet-Makedonski? dije echándome a reír. Sí, respondió, y no es
huachafería limeña. Estoy buscando mis raíces. Chateando con mi hermano parisién
hemos descubierto que nuestro padre era de Macedonia, y cuando llegó a Francia huyendo
del ascenso del fascismo se cambió el apellido a Maquet. Pero tuvo tan mala
suerte que Hitler ocupó París y se tuvo que unir a la resistencia. Liberada
Francia marchó al África. Primero estuvo en Argelia y luego se dedicó a hacer
negocios entre Senegal, Costa de Marfil y el Congo. Y algo salió mal porque
dejó a una familia allá y se tomó el primer barco que partía hacia cualquier
parte. Así terminó conociendo a mi madre un día que paseaba por La Punta recién
arribado al Callao, e hizo con ella una segunda vida…
La
única cosa fea de escribir un libro es la presentación. Estábamos nerviosos
como si de nuestra graduación se tratara, tanto que Paul me dijo que no quería
hablar, y yo no atinaba a hilvanar dos ideas. La gente seguía llegando al
auditorio del municipio miraflorino, y los presentadores ya estaban sentados en
la mesa. Y yo seguía en blanco. Debo advertirles que sufro de pánico escénico
desde la vez en el colegio que me hicieron declamar en público y me olvidé del
horrible poema de Amado Nervo.
La
voz me temblaba, transpiraba, el cerebro no arrancaba, así que tomé una audaz
determinación. Me fui al baño y aspiré tres pitadas de un humo inconfesable, y
denso. Huele a mariguana dijo un guachimán en el hall del municipio y me hice
el desentendido. Volví aplomado al escenario. Que hablen primero los
presentadores, yo sigo, y tú cierras, le dije a Paul. Él aceptó a
regañadientes. Mi exposición duró como cuarenta minutos, y sin ayuda de papeles
fui cosiendo ideas con bastante coherencia. Paul se soltó al verme tan
campante, lanzó algunas hipótesis sobre la desterritorialización de lo
local, y se encargó de agradecer. Cuando todos se levantaron de la mesa para
tomar un vino, de pronto me sobrevino un vahído y caí como un saco de papas
debajo de la mesa de los presentadores. Durante algunos segundos, quise
borrarme, aunque logré incorporarme con rapidez. Habíamos pasado la prueba de
fuego. ¿Te ha ocurrido algo? preguntó Paul desconcertado. El summa cum laude
me provocó un desmayo, dije muerto de risa.
cinco
Por
entonces me mudé de casa y estábamos ahora a ocho cuadras, así que nuestra
vecindad se resintió. También debo decir que conseguí una nueva chamba de
editor de una revista y me visitó un nuevo amor. Por lo tanto, nuestros
encuentros se espaciaron y nuestros hijos dejaron de verse, pero un día camino
a mi antigua casa, la frágil figura de Paul salió por el balcón justo cuando yo
pasaba delante de su vereda. Oh sorpresa, sube, me dijo, tomémonos un café. ¿Y
qué estás haciendo en esta temporada? me preguntó alrededor de la mesa redonda
de mercado. Renuncié a mi chamba y me fui al desierto, me sinceré. El primero
de enero decidí, comprándome una pluma y un cuaderno de dibujo, que me voy a
dedicar a escribir y a pintar por el resto de mis días, a la mierda. Paul me
miró con sospecha creyendo que lo estaba embromando.
Qué
loco eres, pero adelante. Por allí está tu camino, me dijo con una complicidad,
que era una mezcla de afecto y prudencia. ¿O conchudo? añadí. Y luego le
susurré: estoy escribiendo una novela. Paul sacó la botella de cognac
Napoleón, que tenía escondida para las grandes ocasiones, y sirvió en dos
anchas copas. Salud. Hay otro motivo para brindar, dijo Paul con modestia.
Viajaré por primera vez en mi vida a Francia. Me han invitado a conferenciar en
París, sobre las ciudades de los países pobres en el próximo milenio. ¿Y has
preparado algo? Sí, pero tuve que escribir la ponencia en castellano, porque
hace siglos que no practico mi francés… Felicidades. ¿Sabes? lo que más alegra
es que voy a ver a mi hermano después de 25 años. Me alojaré en su casa y
conoceré a mis dos sobrinos Makedonski, apellido que dicho sea de paso
significa oriundo de Macedonia. ¿Y qué idioma se habla allá? Un dialecto
parecido al búlgaro. ¿O sea que no eras franchute sino eslavo?
¿Y
de qué vives? me preguntó a la hora de la despedida. Del aire incoloro del
azar, dije con sorna y la mirada baja. Paul se palpó los bolsillos y se descolgó
con cien soles. Que ni se entere Rocío que te he dado los últimos mohicanos.
Gracias Paul, cuántas veces me salvaste del enano dentado de la inanición.
seis
Iba
yo caminando por los portales de la plaza del Cuzco cuando vi a lo lejos un
saco gris que flotaba con el viento y unos pasos cortos y ligeros que me
parecieron conocidos. Paul, Paul, grité en medio del lluvioso atardecer sin
muchas esperanzas de que mi amigo me escuchara porque era medio sordo. Paul,
Paul, volví a gritar e inesperadamente giró la cabeza y me reconoció a la
distancia alzando una mano. No tardamos mucho en llegar a la esquina de
Procuradores y abrazarnos en medio de la calle. ¿Y tú qué haces aquí? Después
me explicó que había tenido la extraña sensación de que alguien lo miraba y por
eso volteó. Sí, era yo. Qué bueno encontrarte en el Cuzco.
He
venido a una reunión en el Bartolomé de las Casas, pero ya mañana temprano me
voy en avión. Yo recién he llegado en bus y me quedaré el tiempo que pueda.
Paul tiritaba y escondía los puños en las mangas mientras nos alejábamos de la
plaza. Vamos a tomar algo para calentarnos, pero no sé dónde, dijo. Al Irish
Pub propuse muy suelto de huesos solo porque vi un cartelito luminoso a
pocos pasos de la iglesia del Triunfo. ¿Aquí? Claro. Tras subir unas extensas
escaleras nos encontramos con una taberna irlandesa, enchapada con maderas de
demolición, y una estética bien setentera. No sé, me alucino que ahorita entran
unos guerrilleros urbanos del IRA, dije en son de joda antes de optar por
sentarnos en la barra. ¿Y qué pedimos? ¿scotch? No, eso sería como un atentado
contra el local. El barman que era un gringo desgreñado nos recomendó un “whiskey
Jameson”. Miré alrededor y había cuatro gatos pelirrojos y un chico de la calle
vendía chicles y cigarrillos sueltos. Al cabo el bartender nos acercó los vasos
servidos con generosidad, el agua mineral y el hielo. Estaba bueno, pero era un
verdadero petardo. ¿Y qué has hecho en todo este tiempo? Viajar, viajar y
viajar, dijo Paul con expresión de cansancio. Quién iba a pensar que algún día
estaría pisando Nairobi, Nueva York, Sao Paulo o Estambul, pero es agotador y
odio los aviones. Me dan pánico y tengo que pepearme y chupar. Comparto tu
aerofobia o como se diga, repliqué. Imagínate lo que me pasó el otro día,
interrumpió Paul. Tomé un vuelo a París en el Jorge Chávez y me pasé de
clonazepán y de vino, y de repente desperté en Frankfurt. Me arranqué a reír.
Esas cosas sólo te pasan a ti. Una desgracia, me rebusqué los bolsillos y tenía
cincuenta dólares, que fueron cuarenta al convertirlos en euros. Ni para un
hotel. Encima no sé nada de alemán, eran las nueve de la noche de un lunes y
las calles estaban desoladas. Finalmente, a medianoche conseguí un hospicio de homeless,
todo muy germánico, limpio y ordenado. Dormí como un rey, perdón, como un homeless
del primer mundo, lo cual no deja de ser una lección porque ahora puedo hablar
de los sin techo, con conocimiento de causa. A la mañana salí bien
bañadito y me dirigí al consulado con mi pasaporte francés, y allí pude
arreglar todo. Felizmente, porque yo no quería que Rocío se enterara de mi
torpeza. ¿Y cómo es tener 20 años de casado? pregunté con curiosidad, yo sólo
llegué al séptimo. Paul se puso pensativo y luego sonrió. El amor se transforma
con los años. Se va fraguando una complicidad espiritual basada en un inmenso
cariño y en la imposibilidad estructural de pensar la vida sin ella.
¿Y
qué fue de tus líos internos en el instituto? Fernando se fue al extranjero
porque le hicieron la vida imposible y María Luisa tomó el control del comité
directivo. Durante un tiempo estuvo tratando de estirar la cuerda hasta que se
rompiera, para quedarse después con los despojos. Pero no lo ha conseguido. Hemos
utilizado el método de las tenazas, ganándonos a algunos de sus adeptos y por
otro lado Rocío con nuestro abogado ya inscribió un nuevo directorio que los ha
dejado afuera, literalmente en la calle, pero todo ha significado un sinfín de
papeleos y dolores de cabeza.
¿Y
tú en que andas, Rodrigo? Terminé mi novela y ya conseguí editor, pero pasarán
lunas para que la vea impresa porque tiene que hacer cola. Salud, dijo Paul
elevando el whiskey irlandés hacia el cielo. ¿Qué hora es, pregunté en un
arrebato de sobriedad? Paul sacó su celular del saco. La tres y cuarenta de la
mañana. Ya me voy de fresa nomás al aeropuerto porque mi vuelo sale a las seis.
Mejor viajar movido…
En
ese momento me di cuenta de que el borracho era yo y me fui al baño a mojarme
la cara. Estaba ya viendo doble y cuando volví a la barra, me encontré a Paul
hablando en ingles con una pareja de irlandeses. ¿Y desde cuándo sabes inglés,
tú? He tenido que aprender para contestar cartas, asistir a eventos, chatear
con representantes de un montón de organizaciones que trabajan en los cinco
continentes, y el francés no basta. En verdad todos estamos haciendo una
prospectiva de la pobreza urbana en los países periféricos. El modelo imperante
está destrozando las ciudades, el mercado las está haciendo colapsar. Por este
camino no podemos seguir, algún día va a venir una peste y nos va a desaparecer
del planeta… Y no estoy siendo catastrofista. Paul se aceleró: The last
poison, please.
Oye,
parece que trabajaras en una sociedad secreta y post-apocalíptica. Casi,
respondió Paul. Pero es una falsa impresión. Ya sé que me vas a hablar de ese
cuento de Ribeyro llamado La insignia, que trata de un hombre que trabaja para una organización
fantasmal, y va ascendiendo en el escalafón y no sabe ni cómo llegó allí, ni de
qué se ocupa su organización. Algo de eso hay, dijo Paul con humor. Fuera de
bromas, soy miembro de una Coalición Mundial por el Hábitat y asesor de la
Alianza Internacional de Habitantes. ¿Y qué hacen? Transformamos las ideas
de cambio en políticas de estado globales, si no estamos fritos, hermano. Las
poderosas reinas nos comerán el cerebro y seremos unos insectos sin destino
como si las hormigas se hubieran vuelto locas. Paul elevó la mirada hacia el
infinito y añadió: Sin horizonte estamos perdidos, no sabemos dónde vamos, mientras
el hormiguero humano se está convirtiendo en el desenfrenado reino de la
codicia. Me convenciste, hermano.
¿Y te pagan? No, con las justas recibo un
chequecito para hotel y comida, que yo malverso en libros, algún regalito para
Rocío y un cognac Martell de 20 euros que me recuerda a mi padre. Oye,
me olvidé de comentar que nuestros hijos han entrado a la misma universidad y a
la misma carrera. Sí, es verdad, salud por ello. En ese momento nos dimos
cuenta de que el local ya estaba vacío. Vámonos, dijo Paul,
y paguemos la cuenta. Salimos a la calle y hacía un frio de los mil diablos
serranos. Con las primeras luces Paul se tomó un taxi en la plaza y me hizo un
largo adiós.
siete
Un día pasé por el nuevo local del instituto que
estaba en Coronel Zegarra y le pregunté a Betty si estaba Paul. Sube nomás, él
siempre se alegra cuando vienes a buscarlo, dijo risueña la secretaria. Qué
milagro, hoy se han levantado los dioses temprano para que te dignes visitarme,
dijo Paul apenas me vio trasponer la puerta de su oficina. Tomémonos un café,
señaló con el gesto de levantar una taza imaginaria. En el camino al Malatesta
lo vi como aturdido. Nos sentamos y pidió un pastel de acelgas y un café. Lo
mismo, le dije al mozo. Luego abrió su maletín y extrajo el periódico. Mira, me
dijo. En primera plana. María Antonieta es la nueva ministra de la presidencia
de Fujimori. ¿Qué? Yo tampoco lo podía creer. ¿La espiroqueta que nos hizo la
vida imposible es ministra del dictador? Sólo siento indignación, y un poco de
pena por el deterioro moral al que llegó, sentenció Paul. A lo lejos se apareció
Rocío tratando de estacionar torpemente su camionetita. Betty me dijo que
estaban acá. ¿Te has enterado Rodrigo de la última de María Antonieta? Tengo
que reconocer que Paul tenía razón, aclaró Rocío. Es terrible cuando una
institución termina corroída por la disidencia de los menos capaces y éticos,
sancionó.
Como
al mes me lo encontré a Paul en la bodega cerca de su casa. Lo vi meditabundo.
¿Qué te pasa, Paul? Un largo silencio siguió nuestros pasos por el parque. Mi
madre está con cáncer y se va a morir, y lo peor es que ella no quiere
aceptarlo y solo llora y llora, noche y día, me contó con la voz entrecortada.
Es terrible verla sufrir, me hace trizas el corazón, añadió. ¿Y qué dicen los
médicos? Que no llegará a navidad. Subimos a su casa y me senté en la legendaria
mesa del comedor mientras Paul daba vueltas y buscaba algo. ¡Rocío! ¿Sabes
dónde he escondido el cognac que traje del último viaje? Ni idea, aquí
el único dipsómano eres tú, replicó. Paul se rio de la ocurrencia de su
mujer.
Es
un Courvoisier de quince euros, no será lo máximo, pero tampoco es malo,
dijo acercando las copas mientras Rocío salía a comprar algo para el lonche.
Falta música, dijo Paul y prendió la casetera. ¿A ver invítame esa cosa que tú
fumas? Quiero saber cómo es, porque cuando probé de muchacho en el Franco
Peruano no sentí nada. Extraje el pitillo de una cajita de lata que llevaba en
el bolsillo y se lo ofrendé. Aquí no, en el balcón para que Rocío no se dé
cuenta. Aspira, llénate los pulmones de humo y luego, bótalo despacio. Paul
siguió mis instrucciones al pie de la letra. No siento nada. Espera. ¿Y ahora?
La música, exclamó. A mi suegro le encantaba esta pieza, es Beethoven.
Corrieron algunos segundos que se alargaron como una cinta elástica y
abandonamos el balcón. Escucha, dijo en voz baja, y dirigió su único oído útil
hacia los parlantes. La vida es como el triple concierto: El mundo, la
voluntad, y el azar. El piano, el violín y el cello. La matriz, la
apoteosis y la caída. Sin duda lo primero que hizo dios fue la música, exclamó
Paul en el ápice de su delirio. Luego se puso más metafísico: No creo en un
Dios personificado, tipo Jesús, pero creo en la sabiduría creadora del cosmos,
y en la necesidad humana del ser supremo. Yo soy más ateo, repliqué. Como dice
Nietzsche el universo da vueltas nomás en un eterno retorno donde caos y orden
se suceden alternadamente. Nadie creó esto. Allí está per se y siempre
giró, se expandió y se contrajo, explotó y luego fue apagándose hasta
concentrarse tanto que deflagró nuevamente, y así hasta el infinito. Paul se
quedó pensando…
Qué
buena está, pásame otra pitada. No allí nomás, se te vaya a cruzar con el cognac.
¿Y qué hay después de esta vaina, qué será de nosotros? dijo Paul sensibilizado
por la enfermedad de su madre. Me resisto a la nada, insistió. Algo de eterna
tiene el alma como dijeron los platónicos, pero es una inmortalidad relativa y
está basada en la memoria. Los libros la alargarán un poco, pero ni tanto, dije
como para aguar la fiesta. Pasado un tiempo ya a nadie importaremos. Pienso
ahora en el caso de Platón que es excepcional. Todavía se le lee y tiene
vigencia tras 25 siglos. Un culo. Pero dos mil quinientos años no son nada en
la historia del hombre. Me conformo con que todavía me lean el próximo año,
dijo Paul con una tierna mordacidad. Los libros, ida la vida, son como pequeñas
luciérnagas. Es cierto, alumbran la noche oscura de la ignorancia y reflejan
tus ojos, pero luego se apagan para siempre.
La
gata atigrada recorrió todo el ancho de la sala con suavidad.
Rocío
llegó de la calle apurada y se metió a su dormitorio. Flaco, ayúdame a sacar el
televisor a la sala, pidió. Dicen que Fujimori va a hablar. Pero qué más
evidencia que los videos nauseabundos que presentaron hace dos días. ¿Romperá
con Vladimiro Montesinos? No, qué va. Entre ellos se conocen muchos secretos y
mutuamente se protegen.
Ya
está Fujimori en televisión, dice Rocío, y en todos los canales. En síntesis,
acortó su mandato y llamó a elecciones anticipadas. Salud, dijo Paul con la
copa globular en lo alto de la mano. Hemos derrotado al dictador pero habrá que
temer aletazos durante un buen rato, añadió. Me alegro, pero no sé si por mi
aversión a Fujimori, o por la rabia hacia María Antonieta, dijo Rocío con un
tono sarcástico. ¿Tú, corazón, haciendo apología de la venganza? Para el
culpable la justicia siempre tiene una cara amarga que es como una lección,
respondió ella. Por primera vez veo que no eres tan piadosa como pareces, dijo
Paul conteniendo la sonrisa. El flaco tiene sus trucos. A veces te hace pensar
que está en desacuerdo contigo cuando está pensando justamente lo contrario,
replicó Rocío aguda. Estaba jodiendo: es bueno que la aventura fujimorista de
María Antonieta se estrelle contra la realidad, rectificó Paul. Y no es
venganza. Concuerdo…
ocho
El
destino hizo que volviéramos a vivir cerca. Paul y Rocío se mudaron a una
cuadra y estábamos de nuevo a tiro de piedra. La casa de doña Maricucha fue
vendida, ya está muy anciana, me contó Paul un día que bajaba del micro en el
paradero de mi casa. Pásate esta noche por el nuevo departamentito y
conversemos. ¿Y qué tal te ha ido? He vuelto a escribir, aunque los viajes
continúan. Qué bueno. Yo también estoy haciendo otra novela. ¿Y de qué va? Sobre
el cine, sendero y los otorongos. Vaya, difícil combinación. Está bonito tu
nuevo saco, dije felicitando la jubilación del viejo de tweed. Saldos
parisinos, dijo con humildad.
Fui
a su flamante depa la noche de aquel viernes y me recibieron con un vino. No
nos hemos visto para conversar como en dos años dijo Paul, Si desde la
presentación de tu novela, acotó Rocío. Sí, los divisé en primera fila. La gata
color penumbra se subió al brazo del sillón y movía la cola muy alegremente. No
soy su amo, ella me escogió a mí, no ejerzo poder sobre la minina, aclaró Paul antes
de servir más vino en nuestras copas. Salud y prosperidad con la nueva casa,
brindé.
He
descubierto una cosa, dijo Paul reflexivo mientras Rocío servía un queso que le
había traído su hermana del Cuzco. Yo no sabía que la generación literaria del
cincuenta “inventó literalmente” la Lima que conocemos. Un hito fundamental son
los cuentos de Ribeyro, ¿Y qué me dices de Reinoso con Los inocentes?
Todo el mundo de la marginalidad, de los excluidos de la ciudad que son muchos,
irrumpe[RNC1] en la escena derribando los muros del
estado oligárquico. Sí, la literatura tiene la virtud de reflejar lo real con una
anticipación y fidelidad que solo parece conseguirse a través de la ficción. Es
cierto
Pero
el gran ideólogo de todo ese movimiento de la generación del cincuenta es
Sebastián Salazar Bondy con su tremendo ensayo Lima, la horrible. ¿Sabías
que el título lo sacó de un poema de César Moro? Qué hombre para potente era, qué
caudal de ideas guardabas bajo su holgado saco flaco. Suena bonita tu figura
literaria, dijo Päul. Una lástima que se muriera tan pronto. Sí, tenía 40 años
o poco más. Paul espero el fin de la velada y me entregó un sobre de manila.
Revísalo en tu casa, me advirtió. Al despedirse me dio un abrazo: Te admiro
mucho, Rodrigo, llegaste hasta donde querías. Yo a ti también, llegaste donde
no soñabas. Es verdad, señalaste con modestia.
Llegué
de la calle y en el sillón de mi sala lo abrí. Había dos ejemplares de Lima,
hora 25. Me serví los restos de un wiski, y percibí el tacto aún caliente
de la imprenta. Eran ensayos. Leí primero uno sobre la fragilidad histórica de
la capital española del Perú y otro sobre los vínculos entre literatura y
urbanismo. El libro remataba con un texto sobre la ciudad y la utopía. Cómo no
pensar otra realidad, alterna a esta, cuando cualquier racionalidad sucumbe ante
el espíritu mercurial de los gobiernos de turno. Al borde del amanecer y con mi
vaso ebrio en la mano, pensé: Lo bacán de la amistad es que uno comienza a
pensar en los desafíos del amigo como si fueran propios. Y sus victorias se
hacen nuestras.
nueve
Estoy
medio enfermo de nuevo, me comentó Paul en uno de nuestros frecuentes
encuentros callejeros. Mañana me van a hacer una biopsia. Al mes lo vi
preocupado en el supermercado del barrio. Hay células patológicas, me confesó. El
análisis de antígeno en la sangre lo ha confirmado, me dijo cabizbajo. Intenté
tranquilizarlo. Es el menos agresivo de todos, hay gente que se muere treinta
años después de cualquier cosa. Bah, cuando tienes esta vaina te envuelve una depresión
atroz porque te resistes a abandonar tus afectos, el resplandor de un amanecer,
la belleza de un cuadro de Cézanne. ¿Y no te van a poner quimioterapia? Sí, la
próxima semana comienzo. Son ocho sesiones en total, dicen. Pero ir al hospital
es toda una odisea, te pelotean de un sitio a otro, escasean las medicinas y
los análisis demoran una eternidad, y mientras tanto te vas consumiendo como un
perro herido por sus miedos.
Semanas
después me lo encontré en el malecón viendo el atardecer. Mi gata se ha muerto
y busco un sitio para enterrarla, dijo desconsolado. Estaba muy pálido, de un
blanco casi gris, un poco hinchado. Es la cortisona que retiene líquidos, adujo.
¿Terminaste la quimio? Sí, felizmente. Te sientes horrible cuando te la
aplican, y el malestar aumenta a medida que pasan las horas. Tienes náuseas, mareos,
dolores desconocidos, un malestar que se extiende hasta las uñas y los pelos,
no te miento. Es como si te destruyeran el cuerpo con diminutas explosiones nucleares.
Yo
era optimista. Ahora hay nuevos remedios, la quimio, cirugías menos invasivas, la
expectativa de vida ha aumentado notablemente con tratamientos experimentales.
Incluso puedes mandar tu sangre a Miami, y el laboratorio te informa si alguna
célula ha roto el muro de contención del sistema inmune. Pero todas estas
esperanzas se desvanecieron un domingo sombrío en que lo vi salir de su casa. Estaba
en la cebichería del barrio, confundido entre el gentío y percibí una sombra
conocida. Sí, era él aunque casi no lo reconozco. Paul caminaba a duras penas
por la vereda acompañado de Rocío y de su hijo. Felizmente ellos no me vieron,
no quise acercarme tampoco dado lo íntimo y penoso de la situación. La
enfermedad avanza, ya era difícil que remita, pensé cuando el taxi en el cual que
subieron desapareció. Creo que desde ese día comencé a prepararme para su ineludible
partida.
Imagino
la resignada tristeza de Paul en su habitación. Las luces se marchitan y el
ocaso se precipita y entra por el patio. Un túnel oscuro comienza a cerrarse
sobre sí mismo y no hay salida posible. La vida se me está acabando sin remedio,
le dice él a ella. ¿Qué hay más allá? ¿O qué no hay más allá? Es inútil incluso
pensarlo, pero tranquiliza saber que estamos en un eterno círculo mágico, donde
la inteligencia de un ente inasible mueve todo con la destreza de una
divinidad. O quizá somos también esa divinidad, en pequeñas y cómodas cuotas
que necesitan ser canceladas, para renovar el ciclo inmortal del universo. Rocío
soltó la carcajada. ¿De qué ríes, amor? Qué bien lo has expresado, flaco. Hice
bien en casarme contigo, dijo ella amorosa.
A
los meses lo vi bajando del micro con su maletín al hombro, y lo alcancé en la
esquina de la comisaría. Paul sonrió y se le achinaron los ojos eslavos. Estaba
más gordo, más canoso, y sus pasos ágiles y saltarines se habían vuelto más
lentos y pesados, pero parecía bastante recuperado. ¿Cómo has estado, querido
Paul? ¿Qué novedades? Allí andando, vengo del hospital y de la imprenta, y
tengo dos noticias, ¿La buena? Cargo aquí en mi maletín la edición cero de mi
nuevo libro. Míralo, dijo. Se llama Construyendo lugares de esperanza, y
es fruto de una reflexión colectiva que yo volqué a la escritura. Qué
interesante, me gustan esos experimentos. Apenas salga te envío un ejemplar.
Ya, bacán. ¿Y la mala? Mañana empiezo una nueva quimio y me exaspera la idea de
pasar por el mismo trance otra vez. Es una vaina. Pienso que a estas alturas es
mejor creer que no creer en nada, Como que no te quieres ir de acá, y no queda
otro recurso que recurrir a dios. Pero fúmate tu wirito, mi hermano. Te quita
todos los síntomas radioactivos, te extirpa las ganas de vomitar hasta el alma y
encima vuelas como los ángeles. Paul lanzó una risotada cómplice. Quiero,
quiero ¿cómo hacemos?
Llegué
a mi casa y preparé tres cañoncitos. Discretamente tomé una revista y los
introduje dentro, empaqueté todo en un sobre reusado, y al atardecer se lo dejé
con el portero de su edificio. La vez siguiente que nos vimos me dijiste que mi
regalo te había servido de mucho. En medio del vuelo te repetías: hay que vivir
como si fuéramos inmortales. Hay que vivir como si fuéramos inmortales. La
frase de Aristóteles es de una sabiduría inmensa, sobre todo cuando estás
enfermo como yo. Te calma, te da luz, te hace recobrar las ganas de vivir ese
día, lo cual es bastante. ¿Y dónde te lo fumaste? En la casa, pero lejos de la
mirada censora de Rocío. Aproveché que se había ido al instituto. Tú sabes que para
estas cosas ella es medio mojigata.
Es
un buen paciente me contó Rocío una vez que coincidimos en la bodega. Acepta los
tratamientos con estoicismo, jamás se queja. Su terapia contra el dolor consiste
en sentarse en su escritorio, prender la computadora y escribir. Rocío, tenemos
que terminar este texto para el libro ese que pensamos hacer juntos: Utopía y
esperanza. Es paradójico, explica ella, justo cuando se le está yendo la vida
se empecina en visualizar un futuro del cual ya no disfrutará. Hay que mirar
hacia adelante porque allí esta el territorio de la utopía reza como un mantra
protector.
Pocas
horas antes del último nueve de febrero llamé a Rocío para enviarle saludos a
Paul. Cumplía 68 años. Trasmítele un abrazo a la distancia, le pedí. ¿Y cómo
está? Allí, allí, respondió Rocío con una dulce serenidad. Me dice Paul desde
la cama que muchas gracias, que te devuelve el abrazo, que lo disculpes, que no
se siente bien como para ponerse al teléfono. Colgué y tuve la certeza de que
estaba viviendo los últimos días sobre este planeta azul y fantasmagórico.
Una llamada
matutina me despertó el último sábado de febrero. Era una de mis hijas. Papá,
Paul se ha muerto. Me acabo de enterar por su hijo. No sabes la pena que tengo.
¿Tú estabas al tanto? Sí, hace tiempo me estaba preparando para este momento.
Colgué. Cómo será el mundo sin Paul Maquet, me pregunté. Ring, timbró otra vez
el celular. Era mi hija menor también conmovida. Qué tristeza, no sabía que
estaba tan mal. Por qué no me dijiste nada antes. No sé, tengo una suerte de
resistencia frente a las malas noticias. Enseguida me preparé un café y me dejé
arrastrar por los recuerdos. Esa misma mañana soleada de sábado, que coincidía
con el día en que lo conocí, tomé la determinación de escribir. Cómo será el
mundo sin Paul Maquet, me volví a preguntar. Gris, sombrío, opaco, oscuro. Qué
destino le esperan a las ciudades sin utopistas pobres, sin urbanistas
descalzos como tú, sin tu activismo urbano. Qué será de nuestro planeta sin un
visionario de las ciudades sostenibles, de las eco-urbes. ¿Acaso nos derrotarán
los defensores de las megalópolis y sus mentiras? ¿Qué pasará si la
inteligencia no ordena el espacio y configura el territorio? Putamadre, cómo se
va a ir un dilecto soñador que seguía el camino de Ebenezer Howard y las
ciudades jardín, y que no renunciaba al derecho a la belleza. No, Paul, no te
puedes marchar.
Al
día siguiente Rocío se comunicó inesperadamente conmigo. Hola Rodrigo ¿Sabes lo
de Paul? Sí, claro, mis hijas me avisaron, pero yo intuía que desde hace tiempo
que el desenlace estaba próximo. Él también, aunque en los últimos días había tenido
una leve mejoría. Caminaba hasta el comedor con esfuerzo, pero en la mañana de
ayer, me pidió la silla de ruedas. Estando en la sala sufrió un
desvanecimiento, yo corrí a llamar a una enfermera, pero cuando vino ya no
había nada que hacer. ¿Y tú cómo estás? No quería verlo sufrir tanto, no quería
que la agonía se alargara demasiado, aunque al mismo tiempo temía el vacío de
su ausencia. Después de cuarenta años juntos, uno lleva al otro estampado en la
médula de los huesos.
A
acopiar fortaleza nomás. Así es, eso es lo que me ha tocado vivir, y quizás mi
fe ayude un poco. En verdad no soy afecta a la melancolía y huyo de la
nostalgia. En los últimos tiempos Paul estaba muy preocupado por la pandemia,
refiere Rocío haciendo un hiato en la conversación. Las urbes de hoy magnifican
el contagio del virus. ¿Qué sociedad va a salir de acá? El covid ha
retratado en toda su decadencia las anti-ciudades de hoy…
Vuelvo
a mi café. Habitar en la literatura quizás sea la mejor forma de vivir. Paul va
entrando a través de la memoria en el texto, se encarna en su personaje. Pienso
en la obra sin él y me rebelo. Lo único que quiero es revivirte. Este será mi
mejor cuento, no aquel del cura mata indios de Huarochirí, que felizmente se
perdió entre sus papeles o los míos. Como alguna vez dijiste en tu casa, la
literatura tiene la virtud de reflejar lo real con más fidelidad y permanencia,
que la realidad misma, gracias a la ficción.
Tú
nunca te irás, Paul. Eres de los
amigos que no se van, que vivirán siempre en uno, en el recuerdo personal, pero
eso no basta. Los días han pasado, y todas estas madrugadas he estado pensando
mucho en ti y en este asunto. No, no te has ido Paul. Ahora te veo
caminando apuradamente hacia un telón de neblina cuyo fondo parece ser un
agujero negro. pero antes de traspasarlo echas una mirada para atrás y me sonríes.
Con tus azules ojos que son verdes para Rocío.
Algún
día, dentro de muchos siglos y en galaxias y dimensiones muy distintas a la
nuestra, luego de que el cosmos se haya abierto y cerrado muchas veces, nos
volveremos a encontrar. Pero mientras tanto quedan tus libros y aquel cuento
que era la historia de dos amigos que vivían en la misma calle y no se conocían.
Uno pasaba todos los días por la puerta del otro, rumbo al paradero y siempre se
preguntaba por aquel muchacho flaco de ojos azules, verdes para Rocío, que
regaba los geranios y pensaba en la utopía.